Un mar eterno

por Héctor Chávez Pérez

 Con sombrero en mano, vestimentas blancas, los pies descalzos y con profunda dicha, me iré caminando por las costas de un mar eterno. Redactaré posiblemente poesías; quizá cánticos que jamás serán entonados por otros, pero lo más seguro que puedo tener como afirmación es que sea lo que sea; todo de forma indirecta o por accidente muy directa, estará relacionado con el vaivén de las olas de mayo. De todos los mares que el hombre se ha impuesto a conquistar, éste, como una virgen, es tan puro que ninguna piedra negra se encuentra cuando la buscas en sus aguas tan claras como un cristal. Es en verdad bello, por lo tanto me detendré y le contemplaré. Las horas perdidas de los años del silencio, serán recuperadas con solamente pasar un minuto frente a este tierno titán.

Será de mañana; en verdad muy de mañana, que estaré con frío pero aún así sonriendo, porque entre todos mis sueños que alguna vez logré realizar, no hay sueño más sensible y delicado como éste, que aunque el viento fresco gobierne en sus blancos terrenos, un abrazo cálido recibiré y por ello, no habrá quien mi paso detenga. Doy gracias a cualquier deidad que pudiera existir por este bello regalo, la joya más perfecta y quizá la más cotizada por los coleccionistas de arte. Doy gracias al Dios de mis padres y por lo tanto mío por regalarme una oportunidad más de vida y por dejarme ser parte de este inmortal cuadro. Todo es simplemente perfecto y por ello ningún mal temeré estando en la presencia de este mar de recuerdos y dichas.

A lo lejos, veo llegar a los pescadores, aquellos que se jactan de tener manos destrozadas por las frías e insensibles redes, pero que lo hacen no como presunción, quizá, en el sentido más puro de su exaltación, signifique que es la prueba que las cosas más bellas y los trabajos más fructíferos siempre se han realizado con sudor, sangre y dolor. Ellos, los amigos de Poseidón, se levantan de madrugada, toman parte de una nueva aventura cada día que pasa, hacen oraciones al cielo estrellado para que les vaya bien en su labor y zarpan sin más rumbo que la esperanza misma de tener con qué vivir un día más. Los jinetes de las olas encuentran pronto el abundante regalo del mar, hacen de ese tesoro una alegría que presume de ser verdadera y regresan triunfantes, tal como si hubiesen derrotado a la calamidad misma. ¡Valientes! Los pescadores ríen y cantan, negocio en el puerto les espera. Venden todo y parten de nuevo a casa, fatigados se mojan el rostro con agua tibia, cenan irónicamente algo que no sea de su trabajo y se retiran a los brazos de Morfeo a esperar la hora; aquella hora que de madrugada, les da aviso para emprender el reto diario de la vida misma.

 

Yo sigo caminando. El agua pronto surge con fino poderío y empapa mis pies con su oportuna llegada. Me hace voltear a ver el horizonte donde con claridad veo, entre una fina cortina de plata, un bello país de verdes prados; frescos con rocío de la lluvia mañanera, me enamoro y de mi ojo una lágrima se escapa y cae en el mar, ella llega hasta el otro lado y me ve sollozando a la distancia. Envidia le tengo, más su dicha nueva no la cuestiono, bendita ha sido por el afortunado momento de ser parte de un mundo joven. Me siento por un instante entre piedras y arena, veo a las gaviotas surcar los cielos con tanta facilidad que quisiera entender cómo es que nosotros estamos negados a un día poder recorrer por nuestra cuenta aquellos caminos celestes. Cae en mí el innegable cansancio y me retiro por un momento a una verdad más creíble. Soy un pez, quizá un delfín, quizá una ballena, puedo ser lo que sea que quiera, y así, me adentro en la realidad de mis profundos amoríos y logro ser libre. ¡Qué injusto es ser libre siendo prisionero en una realidad de ensueño!

Es que aquí, en el campo azul y eterno de la bendita memoria, no hay dolor y mucho menos penas. De poder elegir entre aquel escenario de grises rascacielos, que no es más que un impulso de mis más profundas querencias y entre esto que se hace escuchar cada vez que se levanta como un gigante que grita: ¡Mi nombre es Mar! ¡Mar infinito e inconquistable!, no daría más que escusas, porque mientras uno es único por la voluntad humana, el otro es hermoso por el toque divino, con incontables colores y sonidos que hacen de éste una pieza musical de obligado recuerdo, es una nueva alegoría de lo que puede llegar a ser perfecto. Pronto el sueño exige llegar a su término, salgo de mi forma animal y me arrastro hasta ponerme a salvo, retorno en algo humano y con un beso me despido del elocuente momento.

Despierto y el día ha pasado, la tarde se impone y las nuevas caricias del viento me hacen levantarme a toda prisa. Empapado, me retiro a un nivel más elevado, seco mi cuerpo y me dispongo a beber de un vino único y sabiamente elegido para tan bello encuentro; me acabo en un largo periodo la primera copa y la segunda la dedico para mi majestuoso amigo. Pasamos un buen momento, donde él entona mis versos y donde yo todos a él se los dedico. Quizá es que me llegue a considerar yo mismo como la espuma de las olas, porque cuando demuestro mi querer, me entrego sin dudarlo al señor de las continuas posibilidades. Las olas azotan en forma rígida la blanda arena, pero una vez concluido el choque, suelen retirarse acariciando cada centímetro impactado, con cierta lentitud para de nuevo tomar posesión de ella.

Y mientras, en lo que la noche se hace presente, me doy cuenta que no he escrito nada y que todo esto no es más que un retrato que he tomado sin pensarlo. Su voluntad se ha sabido hecho escuchar y la mía se ha sometido a ella de forma plena y sin pretexto que lo imposibilite. De esto no me llevo más que el silencio y la melancolía de cualquier despedida, pero también la promesa que he de volver cuando desde una considerable distancia este titán me llame: ¡Mi nombre es Mar! ¡Mar nunca antes conquistado!

http://www.youtube.com/watch?v=QF8U1YpodH8

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IPPES

por Emmanuel Echeverría

Ése día, Angie te lo preguntó primero. Te encontrabas en su casa terminando los últimos detalles para la entrega final de la tesis. David había ido a comprar unos refrescos y algo de comer (morían de hambre pues la jornada había comenzado desde temprano en la mañana), dejándote solo con ella. -¿Me quieres?

Si bien ya habías planeado un escenario en el cual le confesarías que te gustaba, posteriormente la invitarías a salir y finalmente le preguntarías si querría ser tu novia, no estabas preparado para que ella se adelantara. Te le quedaste mirando fijamente, esperando a que ella pudiera leer la respuesta en tus ojos. No sabes si pasó un instante o una eternidad, buscaste y rebuscaste las palabras en tu mente y no hallabas cómo llenar ese silencio que se tornaba ahora incómodo. -¿Tú qué crees?- Fueron las palabras que alcanzaste a decir sin ocultar un evidente nerviosismo, ése que te caracteriza cada vez que una situación no está del todo bajo tu control.

-Yo creo que me quieres mucho- Todo te gustaba de ella. Su cabello negro y rizado, sus ojos a la vez oscuros y coquetos, su sonrisa, cada una de las curvas de su cuerpo y, justo en ese momento, te encantaba la iniciativa que tenía para expresar sus sentimientos. -¡Cómo no voy a querer a la hermana de mi mejor amigo!-atinaste a decir. Inmediatamente sentiste cómo se derrumbó todo el escenario. Te dio miedo aceptar que estabas enamorado de ella e intentaste, una vez más, hacerle creer que sólo la veías como amigos. La expresión de Angie era de profunda decepción, afortunadamente llegó David para irrumpir en tan incómoda situación. Traía consigo unos tacos de canasta y cerveza para paliar tanto el hambre como el calor. No eres muy tomador, pero piensas que te caería bien un poco de alcohol, en vez del refresco, para tratar de olvidar lo que había pasado.

A las 7.00 pm, te saliste de casa de tu amigo con la tesis terminada pero con el arrepentimiento de no haber sido sincero con Angie. No recuerdas despedida más fría que la que acababas de tener. Como estabas algo lejos de tu “lugar secreto”, decidiste mejor dirigirte a casa para luego salir a caminar, y reflexionar, al parque que se encuentra en la colonia. Llegaste y con un seco “Hola” saludaste a tus padres quienes conocen perfecto esa mirada de no-me-pregunten-qué-ha-sucedido. Sabes que desean que les cuentes acerca de lo que te pasa, pero han entendido que deben dejarte tu espacio y respetan tu privacidad, algo que agradeces de sobre manera. Dejas tu mochila y solamente agarras tus llaves, no necesitarás otra cosa. –Regreso al rato- Les dices mientras le das a cada uno un beso en la frente pero sin avisar a dónde te diriges.

Caminas en el parque de las montañas, así lo conocen en tu colonia, esto debido a las pequeñas formaciones de tierra que resultan atractivas para los ciclistas del lugar. A pesar de que la luz del sol se empieza a diluir, notas que aún hay mucha gente que aprovecha la tranquilidad del barrio para sacar a sus mascotas a pasear. Tú siempre has querido tener un perro, pero la única imposición que te ha puesto tu madre es la de cero mascotas en su casa. Suspiras. -¿Por qué no fuiste capaz de decirle “Te quiero” a Angie?, ¿Qué te detuvo?- Era lo que deseabas y, sin embargo, aún cuando la tuviste en “charola de plata”, no terminaste por concretar y permitirte sentirlo. Te vino a la mente, entonces, un sueño recurrente. Estás en una cancha de fútbol, tienes el balón, estás frente al portero y cuando intentas anotar el balón se te escurre entre las piernas y simplemente no puedes gritar “Goooool”. Represión. Es la única palabra que se te viene a la mente. Has avanzado mucho en tu madurez como persona, pero sabes que ha sido a costa de reprimir muchos sentimientos (positivos y negativos) y ahora, con lo que ha pasado con Angie, sientes que has tocado fondo.

-¡Hemail! Nada. -¡Hemail! La persona que intenta hablarte tiene que aumentar su tono de voz porque estás tan sumido en tus pensamientos que te has olvidado que existe un mundo alrededor de ti. -¡Hemail! Empiezas entonces a escuchar tu nombre, piensas que probablemente sea algún vecino que quiere que le arregles su internet que porque está muy lento, o quieren que les digas cómo “hackear” las redes inalámbricas de sus vecinos (te molesta que la gente, sabiendo que estudias Ingeniería en Telecomunicaciones, sólo te vea como un técnico que instala internet en los hogares). La persona parece entonces desesperarse y utiliza su as bajo la manga. -¡Ni lo intentes!- Escuchas esas palabras y sientes cómo un escalofrío recorre tu cuerpo. De nuevo, tenía tiempo que no pensabas en Chenet y lo que había pasado aquél día que descubriste ese mágico lugar. Volteas. Habías notado que la voz era dulce, juguetona, infantil. Curiosamente quien te habla es un niño pequeño, le calculas no más de 10 años, vestido de una forma particularmente rara, o al menos no común para la época y la moda actual. Tiene un traje negro, camisa negra y una mini-corbata de color blanco. Impecable. Lo que más te intriga, sin embargo, es su mirada. Profunda y a la vez perdida.

-Hemail, ¿ya me vas a poner atención?- pregunta el niño con un tono un poco enojado. -¿Cómo sabes mi nombre?- Es tu primera interrogante. -¿Cómo NO sabes el mío?- Te contesta. En ese momento, ya toda tu atención está centrada en el chamaco. No piensas más en tu desafortunada situación con Angie, no te pasa por la cabeza el hecho de que tu tesis está terminada, te olvidas de que tus padres están esperando para cenar. El niño también te mira fijamente. Nota que estás perplejo y habla nuevamente -¿Acaso ya te olvidaste de mí?- Definitivamente hoy no es el día para todas esas preguntas cuyas respuestas no habías preparado. Ves al niño, ahí parado. No se mueve. Contrario a lo que pasó hoy por la mañana, él sí adivina tu mirada. -¡Lo sabía, ya me olvidaste!- No importa cuán rápido esté trabajando tu mente, ni qué tan concentrado estés en absorber todos los detalles que observas en el niño, no consigues recordar nada. –Voy a tener que decirle a los demás Ippes que no estás listo todavía. No terminó de decir esto, cuando se dio media vuelta y comenzó a alejarse de ti. Algo no estaba bien, miraste con detenimiento y notaste que el niño no caminaba, sino flotaba. A pesar de que sí hacía el movimiento de paso a paso, sus pies no llegaban a tocar la superficie del suelo, además de que la velocidad con la que lo hacía, era inusual para un niño de su edad.

Seguías mirando el extraño andar del misterioso personaje, cuando de pronto un flash back en tu memoria te hizo recordarlo todo. Las imágenes, las formas, los olores, los sonidos, las personas. Esas visiones, otrora vagas, se terminan de materializar en tu mente. Corres.

-¡Ya lo recordé todo!- Alcanzas al niño, al mismo tiempo que sientes que también tú estás flotando.

Continuará en el próximo número…

La habitación

 

Por Héctor Chávez Pérez ilustrado por Carmen Banhart

Mientras que el Sol, de una forma discreta y algo silenciosa desaparecía al horizonte, sus manos yacían tiesas sobre su libro. Parecía una mancha insignificante a la vista, sin embargo al acercarse y visualizarla con paciencia, realmente era un retrato del olvido. Viejo como el tiempo, triste como un cementerio, marchito como las flores en invierno y ahogado en suprema melancolía. Así vive ese anciano, que no da más que historias, que no siente más que ausencias, solamente puede ver reflejos y nada más puede entender el silencio que cubre un susurro.

Miradas que parecen derrota, son lo único que puede compartir este viejo. Sentado en la fría sala que alguna vez fue sinónimo de vida, pues incontables fiestas y reuniones albergó por tantos años, mientras que éste se disponía a compartir lo que tenía. Poco a poco el sonido exterior calla, todo se cubre de un silencio total…

Pasan las horas, lentas pero pasan, sin embargo no hay nadie que cambie en este cuarto anónimo, ni la insignificante presencia de aquel roedor que se escabulle entre los muebles puede hacer que el escenario cambie tan siquiera un poco, esto realmente parece la muerte misma. En instantes, el hombre levanta la mirada, mira la ventana y suelta una trágica sonrisa al verme tras ella. Con gesto de dolor y pena, agachando nuevamente su insípida mirada, levanta su esquelética mano y con ella hace una invitación a que me presente en su dominio.

Un escalofrío recorre desde mi cabeza a mis pies, una pulsación terrible en mis manos me obliga a bajar la guardia. Él se ha percatado que lo estoy viendo, en vez de asustarse pareciera que le da gracia, y yo en vez de echarme a correr, simplemente voy sintiendo una angustiante necesidad de entrar y aceptar aquel llamado inesperado. El miedo es ahora un motor, que permite que mi cuerpo recorra la distancia de la ventana a la puerta, que mis manos congeladas por el frío, ocasionado por el astuto arribo del terror, se levanten y abran aquella misteriosa puerta, que huele a fuego pero está disfrazada de pino.

Al dar el primer paso adentro, siento la presencia ajena de lo desconocido. Los muebles ya no están donde les ubiqué antes, mejor dicho, ya no están. Todo quedó reducido a una chimenea que mendiga por leña, una alfombra roja que lamenta los años en que ha sido usada y más adelante, un sillón viejo que no entiende la repentina desaparición de su dueño, cosa que con dificultad comparto, pues nunca vi hacia dónde se fue el anciano decrépito. Como si obedecieran una orden ajena, mis pies se han pegado al suelo, ni un milímetro puedo moverlos. Un agobiante escenario, donde las sombras se distraen unas a otras, donde la luz va disminuyendo a cada parpadeo de mis ojos. Una gota de sudor recorre mi frente, mi corazón se acelera y mi respiración agudiza…

Los ojos parece que se quieren desprender de mi cara, pues asustados están buscando al viejo, de tal forma que lloran preocupados. Un sentimiento externo desmoraliza mi supuesta fortaleza, mientras que el aroma de los años hace un frenético baile con la imprudente presentación de un musical, entonado por piano y violín, que a mi desgracia son notas fúnebres y si no lo son, me han capturado en la esencia misma del suspenso.

 

La desesperación de no entender se enfatiza con la incapacidad de poder salir huyendo de este lugar. Por momentos siento la presencia de alguien junto a mí pero la desilusión, y al mismo tiempo un alivio, se manifiesta cuando no encuentro a nadie. A lo lejos las sombras van dando paso a una figura esbelta, elegante y al mismo tiempo amenazadora, pudiera decir que es mujer más su macabra presencia me haría pensar que es el Demonio mismo, pues en vez de oler flores del campo, a mi nariz llega el desafiante olor a azufre. La figura se torna en humo y recorre de forma acosadora mi cuerpo, deteniéndose en mi cuello, lo acaricia y lo hace suyo. Estoy perdido en la ausencia de razón, pues aunque estoy siendo acompañado por ese humeral no entiendo ni logro comprender que estoy sufriendo esquizofrenia, al menos es lo que pido a gritos estar padeciendo, pues si esto es real, pido a Dios me arranque la vida y me lleve de este lugar tan aterrador.

A punto de sucumbir a la tentación de rendirme a las sombras, una puerta a lo lejos se abre, permitiendo la entrada de una luz cegadora y fría, que ameniza el lugar, desalojando el temor escénico y provocando en la sombra un aterrador grito que termina por derrumbarme. El fatigo me ha vencido y el juicio por breves momentos he perdido. Al despertar de mi desmayo, junto a mí, yacen los pies demacrados del anciano, el cual se inclina y me ayuda a levantarme. Sonriendo, acerca sus labios a mis oídos y menciona:

¿Alguna vez has bailado con la muerte?

Porque de ser así, permíteme volverte a recordar cómo es…

Y como un reloj, retrocedo en el tiempo, llegando al momento en que como un joven intrigado, veía por la ventana… ¡Qué sucede! Esta vez no puedo ver al anciano, ¡soy yo ese anciano, 70 años después!

Mi asombro llamó la atención de mi “yo” viejo, haciendo que éste se acercara hasta mí. Derrumbándome con un soplo macabro de su aliento, se inclina a mi lado, y sonriendo, acerca su boca a mi oído:

Jamás escaparás tan fácil de lo que has visto…

Y la pesadilla volvió a iniciarse y parece que sigue mientras que tú, me observas fijamente por la ventana de esta habitación del infierno.

 

 

 

Sin salida

Por  Héctor Chávez Pérez

 

Todo resulta bastante placentero hasta el momento en que nos damos cuenta que no es un simple sueño. Tal y como sucedió en La música de mi alma, mis queridos lectores, quisiera compartirles en esta ocasión de una forma clara y sencilla lo que para mí significa ser una víctima más de las fobias. Como cualquier ser humano, consciente de su estabilidad emocional (la cual puede llegar a caer en un abismo de tristeza y desolación a la menor provocación posible), soy del mismo modo consciente de que hay cosas con las que simplemente prefiero no tratar. Una de mis fobias sin lugar a dudas radica en un ser muy diminuto, un ser cuya existencia causa estragos en la mía, un visitante silencioso y casi nunca invitado, me refiero a la araña. Sea cual sea, su andar por la pared o por el piso, me hace ponerme algo nervioso. Sí, así es, a esta imitación región cuatro del Gólem de Praga, un diminuto arácnido le hace sucumbir. Resulta que es cómico, incluso yo me río de mí mismo, y cómo no habría de hacerlo, imaginando automáticamente a un elefante ridiculizado por una simple hormiga. Soy patético, lo sé, pero incluso, en dicho momento traumático, contemplo que esa fobia no es nada en comparación a las otras dos. Y de esas, ni un zapato o un trapo me salvan, ojalá así fuera…

Hace tiempo, en la universidad donde estudio (y a veces pareciera en donde vivo), tuve que hacer uso del elevador. Yo no soy fanático de las escaleras, pero he aprendido a agradecer a Dios por la genialidad de aquel individuo misterioso a quien se le ocurrió tan fascinante martirio para el cuerpo humano, pues la siguiente fobia mía se expresa en mi rostro dudoso antes de dar un paso dentro del elevador. Así es, sufro de claustrofobia. Muchos me han preguntado qué es exactamente lo que siento cuando estoy en un espacio reducido, bueno, si tomamos en cuenta que no soy exactamente el sinónimo de delgado o plano, sumándole la desesperación que me causa no temer hacia dónde moverme y el sentir cómo el mundo se va contra mí, creo que mi respuesta sería un contundente: ¡Ayuda!

Sucede que cuando estoy en un elevador, por poner el clásico ejemplo, siento como el ruido se va, como el lugar se empieza a compactar, como si se cerrase todo a mi alrededor. Es una extraña sensación de ver reducido todo, de sudar casi en frío, de ver como el número que indica el piso en el que se encuentra en ese momento el elevador pase de forma muy lenta. Es en verdad angustioso estar ante la posibilidad misma. Y no me hagan que les cuente cuando me quedé atrapado en un elevador tan pequeño durante media hora por una falla eléctrica. Fue una de las experiencias más traumáticas de mi vida.

Ahora bien, la tercera fobia se trata de la agorafobia. Así es, estoy en el hoyo. Es decir, primero que sufra por una diminuta araña, luego que me quede paralizado casi sin aliento ante los espacios reducidos y ahora con eso de los espacios abiertos. Sin embargo, he de decir, que esa fobia la tengo más controlada. A decir verdad, creo que he mejorado mucho en ello, pero, sí sufro en demasía cuando se juntan los factores de la claustrofobia con los de la agorafobia, por ejemplo, en los servicios de transporte público, los elevadores (otra vez), las aulas de clases reducidas con muchos compañeros y/o alumnos, foros donde no haya espacio para moverse libremente (con eso del espacio vital) y cuestiones por el estilo. Creo que hay mucha gente que pasa por estas fobias combinadas y me uno a ellos en su lastimera pena existencial.

Una vez que tienen los datos necesarios para saber un poco más sobre mí, les contaré algo que quizá me pasó, tal vez lo pude haber soñado o simplemente lo estoy imaginando:

Hace tiempo, me encontraba yo caminando entre las calles de la Ciudad de México, con la mejor intención de pasar una tarde amena en compañía de mis pensamientos e imprudencias. Las calles se presentaban de manera elegante ante mí, todo en su lugar, transeúntes yendo y viniendo, cada quien con su historia secreta y sus juegos de gestos, dimes y diretes, etc. Bastante peculiar me resultaba tanta normalidad en aquel día de cualquier fecha de calendario. Mi curiosidad, me llevó a una exótica tienda donde cualquiera podría pensar que se trataba de uno de esos lugares donde se puede encontrar cualquier cachivache. La curiosidad condenó al filósofo. El lugar se llenó de gente igual o peor de curiosa que yo, comenzando la claustrofobia. Sentía ahogarme entre cuatro paredes irregulares, y lejos de sentir alivio al acercarme a la puerta, llegó a mí la agorafobia pues un mar de gente comenzó a entrar como si se hubiese presentado una promoción o algo por el estilo en el lugar de las chácharas esas. Mi desesperación llegó a adueñarse de mí, y como res que busca escapar de sus depredadores, me fui abriendo paso, entre agonía y prisa. Vano fue mi intento, pues terminé estrellándome contra unas cajas de cristal. Quedé tirado junto a la pared. Estaba a punto de levantarme, cuando de repente, sentí que algo caminaba sobre todo mi cuerpo, levanté las manos y…¡LAS ARAÑAS SE APODERABAN DE MI CUERPO!

Por eso, no me quedo en paz, porque estoy seguro que en cualquier lugar, hay unos ojos que me miran, así como en esa esquina oscura del techo y yo, sin escapatoria en un cuarto donde las paredes se empiezan a contraer y todo un mundo afuera donde jamás sabré lo que significa ser libre… ¡Qué frustración!

Caballos

Por Mariana Margot Guzmán

Dicen que en alemán uno no está loco sino que tiene un pájaro atrapado en la cabeza. Cuando era niña el sonido rojo de mi pulso me hacía creer que tenía caballos en la cabeza. Mi juego favorito era recargar la oreja contra la almohada para oírlos correr.

Mi hermano decía “si se oyen galopar entonces deben de ser caballos.”

En realidad nunca los vi. Pero a esa edad, la lógica de un hermano mayor es implacable. Nunca le pregunté si él también oía a los caballos en su cabeza, con el tiempo deduje que tal vez sólo los niños pequeños podían hacerlo y que con el paso del tiempo, hartos siempre de tan corto prado, los caballos morían tristes.

Quien sabe si el ruido de sus patas sobre la hierba fuera lo único caballezco en su naturaleza. Quizás tuvieran sillas de montar ceñidas al lomo, o en el peor de los casos, un tubo atravesado en la dentadura. O es que corrupta por una voluntad siniestra, se tratara de otro tipo de fauna que corriera en zancos hechos con las piernas de mis caballos y cuyo mayor entretenimiento fuera burlarse de mis fantasías con su farsa troyana.

No tenía manera de comprobar que mis caballos ya no fueran los verdaderos. La única opción era aceptarlos siendo o no los asesinos de los originales. Así mi juego favorito se había transformado en un juicio penoso y afectivo que por encima de todo nunca terminaría.

Cuando le conté preocupada a mi hermano sobre mi dilema no pudo más que aconsejarme lo que él hacía tiempo ya había deducido seguramente respecto a sus propios caballos: para vivir con ellos nunca jamás podría volver a  llamarlos por su nombre.

El túnel

por Héctor Chávez

Si alguna vez puedo presumir que recuerdo exactamente cada detalle de las cosas que vivo, de los sentimientos que experimento y los prodigios que observo, podría decir que esta es la ocasión perfecta para ello, pues que no se diga de mí -en estos tiempos de duda eterna- que soy alguien indiferente o que simplemente no me doy cuenta por falta de algún estímulo emocional. No pretendo exaltar los muchos o pocos beneficios de una memoria como la mía (de esas que son únicas porque se saben demasiado extrañas), ni tampoco es mi intención demostrar al lector que solamente cuento esto por contar.

Fue una mañana de enero, temprana era la hora de ese instante que duró lo suficiente como para darme cuenta que el tiempo no corre como quisiéramos o mejor dicho, que no tenemos en verdad nada que ver con su existencia. Era un despertar frío, un caminar solitario y un respirar encantador. Recordaba en esos momentos una silla en la que me sentaba en mis años de la tierna infancia, la cual era roja y rechinaba a cualquier movimiento mío. También recorría los interminables laberintos de la memoria y trataba de relacionar los eventos a mi alrededor de esa época en la que felizmente me pasaba el día sentado viendo hacia un horizonte, con la típica mueca de ilusión por ver llegar a un alguien –por cierto, que no sé exactamente qué alguien- con un paquete de golosinas (el gran tesoro de los niños). En fin, eran muchos detalles que no creo sea prudente traer a este momento donde pienso comenzar a narrar los verdaderamente importantes. Bajé unas escaleras grises, el viento soplaba de arriba abajo y yo simplemente seguía descendiendo –sabe Dios que pensé que así era, ingenuamente, el camino al infierno- con la mejor intención de llegar prontamente. ¡Vaya que hacía frío!

Por fin llegué al suelo y sentí la inquieta sensación de mirar hacia las escaleras, con la más sana y pura idea de burlarme de ellas –ahora que lo pienso no es nada sano burlarse de algo que es insensible- haciendo alarde del gran logro, que fue para mí, el bajar sin tropezar. Me sentí demasiado estúpido al tener un pensamiento tan absurdo, así que no lo hice y decidí no voltear. El punto hasta aquí es que estaba abajo, como cualquier otro día dentro de esos tiránicos 365 días que rigen nuestro calendario, laboral o académico, bien termina por ser tedioso, respiré un poco con cara de satisfacción obligatoria –así como cuando se encuentra a alguien en la calle que realmente desearías no tener la molestia franca de encontrar- y cerré los ojos. Como si se tratase de un impacto de avalancha, sentí a todo el gentío, de aquellos que poco les importa que estés ahí, terminan por empujarte, me azotaron hacia todos lados. Unos cuantos, de esos que parece que no tienen nada mejor que decir, susurraron de forma agresiva palabras incómodas hacia mi persona. Quisiera haber estado más cansado en ese momento, porque así no hubiera sentido la impotencia de querer decir algo más bondadoso de lo que dije. ¡Soy un cobarde!

Caminé, apretado como una sardina (esa comparación es tan burda pero por alguna extraña razón la sigo usando), entre monigotes y mujeres, entre viejos y jóvenes, entre cosas e intento de cosas. Recibí el bolsazo de una mujer robusta, no sé si habrá sido realmente su bolsa o alguno de esos brazos que daban idea de ser alas, y quedé atontado. Poco tiempo duró la confusión de tan certero golpe hasta que olí –a veces lamento tener buen olfato- el maravilloso, por no decir alguna obscenidad, aliento de un hombre desalmado, de ese tipo de individuos que encuentra fascinante comer tortas rellenas de cebolla en un lugar con tan poca ventilación. Quedé más mareado, aunque esta vez con un poco de hastío, y seguí caminando hasta que por fin llegué a los límites del que anda. Esperé y esperé, el encuentro no se daba, canté entre recuerdos una canción popular que, aunque consideraba que era realmente estúpida, era brutalmente pegajosa (claro que la cantaba en la mente, no quisiera ser el payaso para estos sujetos). Por fin se dio la presentación tan esperada por mí, di un paso seguro –sin darme cuenta que alguien metía su mano a mi bolsillo- y atravesé hacia un frente nuevo, algo más estrecho y todavía más complicado. ¡Sé que existe un Dios, porque es ese Dios me odia!

Encontré un rincón bastante apropiado para mí, aislado de los demás que habían apresurado su andar junto al mío –pareciera que realmente les importaba hacer algo así de decidido- pero que tenían en mente otro tipo de planes (qué clase de planes lo dudo, pero seguramente eran planes, bueno…eso espero). Fue en ese momento, pasados unos cuantos minutos, que me di cuenta que me sentía ligero de un costado, así que como un niño nervioso (como ese mocoso que iba y venía hasta que descubrió de mala forma la gravedad al caerse precipitadamente al suelo), deslicé mi mano en el bolsillo izquierdo… ¡Mi cartera! –grité alarmado- cosa que hizo que los demás me vieran con caras de “ah pobre baboso” (por no caer en mayores vulgaridades). Algo que me sorprende es que pensé que alguno de ellos se comparecería de mí y me daría unas palabras de aliento o quizá algunas palabras poco afortunadas de coraje contra el malhechor que ocasionó mi pérdida, sin embargo, no fue así –cosa que realmente no me extrañó- y solamente les miré con frialdad y desconfianza (pensé inmediatamente que el responsable podría estar entre ellos). Ya aceptado el hecho que no tenía la billetera conmigo, seguí parado como un títere colgado, crucé los brazos y puse una mueca como de desagrado. ¡Ojalá yo pudiera creer que daba una sensación de miedo a los otros!

El tiempo transcurría lentamente, en verdad muy lento, así como cuando se va a la casa de un ajeno y realmente no disfrutas la convivencia y miras el reloj esperando con ilusiones de niño que ya haya pasado tiempo, sin embargo, ni 5 minutos han transcurrido (en verdad pienso que Dios se divierte con mi sufrir). Comenzaba a hacer calor, eso debido a ese cobijo natural de tanta humanidad metida en un frasco de pequeñas proporciones. Me quité la bufanda que más bien parecía un trapo mojado, eso por el sudor de mi caliente cuello, y la guardé en mi mochila de viaje. Aun tenía calor. Una brisa de aire fresco (si puedo decir que era aire y que era fresco) azotó mi rostro por un rato razonable, me refrescó al menos lo suficiente para soportar un tiempo más. Entonces fue cuando la vi. Una mujer sencillamente anti estética del lugar, era bella, qué digo bella ¡hermosa!, era de ese tipo de mujeres –que qué bueno que existan- que por lo general con simplemente verlas puedes imaginar un gran número de cosas (no necesariamente pecaminosas como ciertos personajes harían) sin atinar en ninguna ocasión a lo real. Esos ojos eran cautivadores a tal extremo que los hombres a mi alrededor –que ya de por sí les hago un favor al decirles hombres- quedaban embobados al contemplarlos. Un cuerpo en verdad comparable a una deidad de la perfección. No puedo continuar detallando porque es probable, dentro de este mundo de oportunidades, que algún niño lea esto y después se haga una mala imagen de mí.

Quedé cautivado (así como cuando uno observa demasiado algo tratando de encontrar algún mínimo error pero con un fracaso prometedor), era una mujer como pocas y como muchas, pero el punto es que estaba allí, delante de mí, coqueteando a todo aquél que la mirara. Ahora entiendo a los hombres de la literatura. ¡Pobres!

Por alguna extraña razón que hasta el momento no logro entender –quizá porque realmente no me importa entenderla- la mujer se acercó a mí, con aires de grandeza en esos diminutos pasos que sus delicados pies le permitían. Todo el ruido se fue por un instante –sí lo sé, parezco quinceañera apasionada- y mi ser se encogió de los nervios. ¡Caminaba hacia mí y todavía mejor, solamente me veía a mí! En ese momento sentí cómo se alineaban los planetas, ésta era la hora de la verdad…lástima que me quedé mudo, por zoquete, y no pude ni siquiera contestarle cuando únicamente me pidió la hora. ¡Idiota! Tenía que ser un tartamudo nervioso por las mujeres –yo realmente no tengo perdón- . Al ver que todo mi cuerpo temblaba y que me ponía colorado como la salsa cátsup, soltó una risa coqueta y dijo: Ay qué lindo…ternurita. Y así fue como de una forma demasiado sensual, se dio la vuelta, y desapareció entre un mar de gente. Se cerraron las puertas…y no digo las puertas de una posible relación, porque ni soy la gran cosa (es decir no soy un galán de telenovela) ni mucho menos alguien que se diga interesante, no, me refiero a las puertas del metro.

Como pude avancé hasta esas frías y sudorosas puertas de cristal esperando poder encontrarla, sin embargo, como si se tratase de un mal chiste hacia mi persona, mis ojos encontraron dos cosas terribles. La primera es que pude ver a tan bella mujer…sí… ¡guardándose mi cartera en su bolsa! –condenada mujer, por bella y yo baboso, se llevó mi quincena- y todavía peor, el letrero más grosero que alguna vez me haya tenido que retorcer para ver. El letrero en cuestión me indicaba también dos cosas, la primera, no era la estación en la que me tenía que bajar y más fatídica la otra realidad, al estar bobeando (como buen hombre que se distrae por cualquier cosa), tomé el metro hacia la dirección contraria. ¡Joder! Tenía que volver por el mismo martirio una vez más y ahora sería el doble…ni hablar…un momento… ¿Y mi mochila?


Llorona

 

Rosario Loperena

 La oscuridad, esa noche, fue obstinada. No cedió paso a la luna. Lo que en otras madrugadas  fue penumbras, aquella fue total misterio. Los únicos resquicios de luz en la interminable selva, provienen de velas a medio consumir dentro de casas a medio terminar.

María remienda camisitas blancas. Desde que Luis partió al cuartel, ella prefiere dormir más tarde. Preferir no es la palabra, dormir más tarde, dormir a medias es necesario, así ella puede vigilar la puerta, seguir las respiraciones de los niños, remendar, llorar quedito.

Todos mantienen la guardia. Hay pocos hombres y menos armas.

Juan, por la tarde construye una pistola de madera. Don Ausencio, su abuelo, le enseña carpintería. También le habla de la historia de su pueblo, de café, de esperanza.

Intermitentemente, María se asoma por la ventana. Esa noche, esta noche es más tarde de lo habitual. Verifica que la puerta esté bien atrancada. El sueño la vence, aún falta la última manga. Cabecea. Por los huequitos de las paredes de madera una luz blanquísima se escurre, dejando al descubierto su rostro, su frágil cuerpo torcido sobre la silla de mimbre; pero no sólo la luz entra, la acompañan voces masculinas, rechinidos de llantas y pasos que parecen perforar el suelo. María despierta, se levanta,. En el acto se le va el aliento. Despeja su cara. No necesita asomarse. Sabe quiénes son, sabe lo que significa.

Luis tiene meses de estar lejos; su ausencia le ha cambiado el sabor hasta a las tortillas.

Los niños hacen preguntas. Sólo ven a sus tías y abuelos. María se ha quedado con un crío menos, pero de eso, nunca se habla.

-¡Ahora sí, cabrones muertos de hambre!

-¿Dónde lo tienen escondido?, ¡hijas de la chingada, ya entréguenlo!

María carga a José, el más pequeño, que aún esta soñando, tira de la manita de Juan, lo arranca de la cama. Él despierta rápido, ya no hace preguntas, regresa por su pistolita escondida bajo la cama. Ella lo jala con toda su fuerza, mientras el pequeño dispara al aire, ¡bum,bum!. Le da un golpe en la cabeza y le tapa la boca con la mano. Juan frunce el ceño y obedece.

-¡Pinches indias cabronas!- grita Manuel con una voz que él no reconoce.

María asoma un ojo entre la madera, ve como golpean a Lencha, su comadre, oye a sus ahijados llorar. Dos hombres entran a la casa y sacan a Rosita como si fuera un bulto, la tiran en medio de la tierra y frente a su madre que ve como le alzan la falda, le embarran babas y manos por todo el cuerpo. Lencha suplica. Luego cuatro chamacos que le parecen sus primos golpean a dos vestidos de verde sin que ellos sufran ningún daño. Ellos tienen cascos, armamento, los derriban sin mayor esfuerzo.

Lencha ya no grita.

María la ve tirada junto a otros cuerpos que guardan silencio.

 Manuel se enlistó hace tres años, sus padres lloraron, suplicaron por su regreso. Él estaba listo para la lucha, para su lucha, la de su pueblo, decían. Desde pequeño recorrió con su padre mucha montaña, sumando más brazos a lo que ellos llamaban el fin de la larga noche.

  En medio de la nada: gritos, balazos son lo único que se escucha, ya ni siquiera el ladrido de los perros.

 Un martes de agosto el joven Manuel  fue al centro de la ciudad por un encargo, la primera vez que se alejaba del pueblo; su padre le advirtió lo que encontraría allá abajo, pero nunca lo hubiera podido imaginar de esa manera. Desde la ventana de la van, la visión de la ciudad se le había clavado en las pupilas: cantinas en cada esquina, mujeres maquilladitas, hombres con muchos billetes en las manos. Le dolieron los ojos.

En el camino a la farmacia dos hombres de verde le cerraron el paso, le hicieron preguntas para las que su padre le había dado las respuestas; entre risas lo dejaron seguir.

 María remueve una tabla de la pared trasera de la casa, Luis había preparado esa pequeña trampa para escapar. Al quitarla, ve del otro lado a dos pequeños, los hijos de su hermana Sara, les hace una seña para que se acerquen; los niños corren asustados hacia ella. Les pide se tomen de las manos y les indica hacia dónde tendrán que correr lo más rápido que puedan.

 Manuel llevaba una bolsa de estraza bajo el brazo, le quedaron 10 pesos para pagar el regreso. En la puerta de la farmacia lo esperaban los mismos hombres de hace rato, pero ahora de mezclilla y algodón. Venían con varios más.

-¿A dónde?- increpó el más moreno.

Manuel intentó esquivarlos.

-Pero sin miedo, no le vamos a hacer nada- dijo sonriente, al momento en que le enseñaba un cañon asomándose entre sus ropas.

Manuel, por un momento, se detuvo a ver el rostro de sus acosadores. Muy atrás y con la cabeza gacha, le sonrió con vergüenza Ramirito. No lo veía desde hacía años, la última vez habían volado un papalote.

-¿Qué pasó, primo?, ¿qué hace por acá?- preguntó Ramiro acercándose, vamos por unos tragos.

-No, yo no tomo- contestó confundido.

Los otros hombres reían y lo empujaban.

¡-Mira nomás, este indio, que no quiere tomar!- gritó uno. Todos soltaron la carcajada.

 María corre con José en brazos. Los tres pequeños vienen detrás. Atraviesan un buen trecho de matorral. De reojo alcanza a ver a Sara de rodillas frente a dos militares que la obligan a tragar el mazo carnoso que tienen entre las piernas.

María tiene ganas de matar, sólo puede correr.

 Ramiro y sus compinches bebían. Manuel callaba.

-Ay, paisa, usted no entiende: aquí solamente somos empleados, hacemos un trabajo, no queremos problemas, pero una orden, es una orden, y pues, ni modo, para eso estamos- explicaba tranquilo el hombre más moreno.

-Y además estamos orgullosos, ¿qué no?- le dijo “El Bolas” a Ramiro, mientras le servía otra copa a Manuel. Tenemos empleo, dinero, educación, ya dejamos lejos esa tierra dónde éramos como animalitos desnudos, hambrientos.

-¡Háganos caso!, déjese de ideas, mejor supérese, trabaje para su país, verá cómo lo van a respetar, se va a casar bien, va a ganar bien. Va a conocer la dignidad.

 Después de  varios minutos, las piernas de María ya no pueden más, el peso de José se ha vuelto insoportable, los niños apenas pueden dar paso, falta poco para escapar, internarse en la selva, esperar a que se hayan ido.

 Mareado por el alcohol, por las ideas, Manuel no regresó a casa.

 Se detienen unos instantes. José despierta, patalea. María intenta contenerlo.Susana la niña más grandecita, su sobrina, se ofrece para cargarlo, María acepta. Camina detrás para cuidar sus espaldas. Avanzan a tientas.

-¡Abuelo!,¡abuelito, no!- brota de una infantil garganta.

El grito interrumpe las oraciones de María. Un golpe seco. Una maldición que no se entiende. Un  anciano cayendo sin remedio. Un pequeño corriendo disparado por la angustia.

María se esfuerza por detener a Juan. Ni su brazo, ni su voz lo alcanzan. El niño es veloz.

Las armas se precipitan hacia los pequeños revelados a la luz de las linternas.

Las balas silencian el  llanto.

 Manuel a veces pensaba en su familia, por las noches creía escuchar la voz de su madre llamándole para cenar, la cara de María se le aparecía en sueños como la de una virgen, lloraba, lo consolaba, pero luego veía a su padre, fúrico, dandole una bofetada, tragándose las lágrimas, y Juan, y el abuelo. Manuel casi nunca podía dormir, a veces se emborrachaba, otras ahogaba su pena entre los pechos de una mujer pagada, lo consolaba saber que ahora tenía medios para escapar, tal vez a la ciudad, tal vez a un lugar dónde nadie supiera sus orígenes.

 Bajo un cielo sin estrellas, María, emite un alarido que desgarra la selva. Que enchina la carne. Que parece provenir de un animal maldito. Lo escuchan los de verde y se persignan.

Mutilada, María, atraviesa lentamente el charco de sangre, hunde en él sus pies desnudos que gotean al dar el paso. Se inclina sobre la carne quieta, tibia. Besa los cuerpos amados. Intenta cargar al más pequeño, es imposible con un solo brazo.

Uno de los uniformados se acerca, le ilumina el rostro. María alza la vista. Sus ojos vacíos, ya no miran: apuntan, se encuentran de frente con unos ojos, rotos, que no pueden escapar de esa mirada. Manuel sostiene un arma caliente que le pesa, que le quema las manos. Sin fuerzas, la deja caer junto a una pistola de madera bañada de rojo.

Esa, noche, esta noche, en medio de la oscuridad María llora su pena.  Aún, muy lejos, puedo escucharla gritar:

-¡Ay, mis hijos, ¡Ay amados!

La prisión, el juicio

Por Analy Zárraga

Las sábanas la dibujan, se impregnan en las curvas de su cuerpo, la ansiedad de las manos por querer recorren sus formas quemaba. Ahí, tendida, vulnerable, forzosamente mía. La mirada endemoniada de mis ojos le pesaba, penetraba en su sueño, la agitaba; su respiración se aceleraba al ritmo de mi ira de magma que pensaba en aquellas manos que la habían saboreado, memorizado, como yo o mejor que yo. Me desquicio construyendo los cortometrajes pornográficos que ella jura desconocer, seguramente  miente… y confesando la enfermedad que hierve por el pasado ya muerto, sepultado por su memoria: sus antiguos amantes. Por los que yo  revivía  el celo animal que ya atormenta, que me digiere vorazmente el alma que se aventura a amar, amar a la mujer de todos y con el reto diabólico de hacerla sólo mía.

-Y sólo quedaron los que no esperan nada y se disfrazan de algo- Guardo una navaja en el vigilante de mis sueños, el que huele tanto a caoba como si fuera recién comprado. Guardo una navaja para automedicarme, para curar el dolor de mi alma… ahora estás tú, igual de punzo cortante, igual de necesaria. Transpiro deseo, amor… posesión de bestia.

En cuanto despiertes voy a atarte, en metáforas y sin ellas. Ya no controlas esas preciosas piernas, ni las ideas de dejarme  cruzan por ningún hemisferio. Ya no te llevarán lejos de mí, ya no. Hoy te declaro mía… hoy eres el antídoto, mi veneno en femenino, la aurora que quemará lo último que queda de esta alma pusilánime, dónde lo bien aventurado sólo fue leído en el nuevo testamento. Procuro hacerlo lento, no rozar tu piel, no quiero enrojecerla -no quiero lastimarte, sólo quiero… -¡Carajo! no debiste hacerlo, dejarme no era opción- musito a tu oído divagante. Sigues inmersa en los deleites de la droga y no despiertas, así que comienzo; amarro muñecas y tobillos. Mis dedos rozan tu piel y  no son dignos de la suave seda  transparente. Mis dedos no desean obedecer al ser rústico que te posee en crimen. Las yemas te acarician con la sincopa de la locura, con el obsesivo ir y venir del tiempo conjugado, con lengua de carbón ardiente, te pruebo el rostro, te beso las sienes embriagándome de tu presencia femenina, oliéndote hasta el enfisema que me provocará tu nombre, esperando la asfixia de los pulmones que se comprimen por la locura de mi te-amo sin ventura.

Desde la esquina más alejada de tu cuerpo contemplo el óleo, con ojos pletóricos, con las sienes palpitantes y te odio… te odio por las historias que me narra la mente donde cientos de  labios pasan por tu vientre, ojos lascivos que miraron tu cadencia, por las manos que apretaban tus pechos. Y…  yo… fui ojos lascivos, labios en vientre y manos que aprietan. Acepto que urdía en nuestros encuentros tu cese en el oficio de Afrodita; no te pregunté si lo deseabas, tal vez sólo era cuestión de plantearlo y me hubiera evitado tanto desquicie de neuronas pero… no, este amor que calcinaba las paredes de mi ser, exigía, me gritaba tenerte trágica y con la violencia demente.

Perniciosa frustración que desagua en la mar de muerte, en la mar de la nada, del tenerte y sentirme espurio para poseerte una vez más, de entrar en tu cuerpo inerme con la ventaja del cobarde que te tomará en  tu muerte simulada y apenas mi mente lo recrea y comienza la imaginación tortuosa: el trepar de mis dedos gangrenados por el pecado de avaricia, que yacen al ardor de la piel viva, expuesta a tu estética divina de apariencia y consignada al inframundo por el vetusto oficio del yerro seductor; ir dejando la estela en tu piel lechosa, un camino de sombras que devoran cada poro perfumado de tu cuerpo, embriagarme por el vapor que expides  aún dormida, ésta lengua acre que amargará la epidermis de tu gran manto femenino, se introducirá en los resquicios amables de tu figura  y tu gesto se fruncirá por el trueno de los miles de nervios que te avisan placer, placer sin remitente, el cual no sabrás diferenciar del sueño de lo consciente, mi cuerpo se entregará a un latido rítmico,  a un punzar doloroso y demandante, será visible en mi piel el pulso del demonio que me pide penetrarte, la sangre se contiene por las capas de piel que se enrojecen por tu presencia vulnerable, soy sangre en ebullición que se adelgaza, mi mente arde al pensarte tan mía, sólo mía, por hoy o por siempre, a mi voluntad esta tu camino. Mi cuerpo se postrará sobre el tuyo, haciéndolo embonar a tu  anatomía forzosamente, tal vez te duele. Siento  la alteración de tu apacible respiración,  te envuelvo en mis brazos ácidos, con temblorosa desesperación (como quien toma entre sus manos a un ave que sabe que en cualquier momento podrá aletear y alejarse sin retorno) con la rigidez muscular de la desmedida posesión insana, mis brazos se contraen reduciendo tu cuerpo, te comprimo lastimeramente… sin darme cuenta.

Aún navegas en las drogas que inoculan tus sueños, manifiestas lo incomodo de mi presencia con gemidos quedos. Los latidos de tu cuerpo merman mi intento silencioso de perpetrarte, en cualquier momento explotarán en mi ritmo. Mi mirada se forja en tu silueta venusina, si abrieras los ojos, tu nombre eterno se tatuaría en mi sangre. Entre tus piernas me cuelo y mis manos desean nunca dejar de morir en ti y por ti. Colmándonos del sentido, en la capacidad del placer al máximo… piel con piel en una cama, sin sábanas para lo no convencional. Mis labios enrojecen el carmín de la puerta de tu alma, el ansia de saborear el néctar de tu vientre, mis manos desesperadas buscan no soltarte, mis manos buscan encarnarse siempre, impregnarme en tus poros, inmortalizarme en la memoria de tu piel, te lloro lastimero, me dueles tanto en la presencia como en la vaciedad de tu aliento, quisiera morir en sincronía y no soltarte al ver la luz o las sombras, me dueles en llamas entrañables. Me refugio en los huecos de tu tórax, te olfateo clasificando tus edades, te miro indefenso y adolorido, quisiera que despertaras y con dos palabras me cercenaras.

 Las llamas del infierno del secuestro han mermado la adrenalina de lo prohibido, y me odio por caer en una leve, pero molesta situación de contrariedad y culpa, me provocas resequedad en el alma, al interpretar a la víctima, cuando he plagiado tu belleza en mis sábanas donde yace eterno tu aroma.

Una…   (una…)   dos, dos líneas de polvos de ángel. Anestesia cerebral, miocardio transformado en alfiletero. Cada vez me alejo más de ti, de tus carnes; la barrera de la moral se alza ladrillo a ladrillo ¿en que ecos de este cuarto de azotea se declara la voz de lo “correcto”? ¿Qué pared se ha vuelto la lupa de Dios? ¿Quién es el que ha sido secuestrado contra su voluntad? Te veo inconsciente de tu estar, tan sometida al dominio de un demente, inmersa en alucinaciones toxicas y me sorprendo paranoicamente de que ambos estamos sumergidos en la misma inconsciencia severa, que el demente que me tiene preso es el destino y el demente que te tiene presa está perdido. El pánico me aborda y me desnuda frente a esos mil amantes, ante estos ojos escudriñan la arritmia de mi pecho… que serenamente afirma que de una ninfa soy amante, el juicio de un dios que repudia, que me quita la razón y me salpica de pasión cuadrúpeda, de agonía anatómica, de taquicardia segundera. Las lágrimas secarán  amarguras hechas estepa, no endulzan el gran velo que me desprenderá la retina de la moral, pero ya me ciega con la sencillez del instinto y me tiene, me tiene enfermo, me conservará por siempre en la cobardía del demente que jugó a ser tinieblas con luz incandescente y viviré con el grillete con el que me ha adornado tu muerte.