El túnel

por Héctor Chávez

Si alguna vez puedo presumir que recuerdo exactamente cada detalle de las cosas que vivo, de los sentimientos que experimento y los prodigios que observo, podría decir que esta es la ocasión perfecta para ello, pues que no se diga de mí -en estos tiempos de duda eterna- que soy alguien indiferente o que simplemente no me doy cuenta por falta de algún estímulo emocional. No pretendo exaltar los muchos o pocos beneficios de una memoria como la mía (de esas que son únicas porque se saben demasiado extrañas), ni tampoco es mi intención demostrar al lector que solamente cuento esto por contar.

Fue una mañana de enero, temprana era la hora de ese instante que duró lo suficiente como para darme cuenta que el tiempo no corre como quisiéramos o mejor dicho, que no tenemos en verdad nada que ver con su existencia. Era un despertar frío, un caminar solitario y un respirar encantador. Recordaba en esos momentos una silla en la que me sentaba en mis años de la tierna infancia, la cual era roja y rechinaba a cualquier movimiento mío. También recorría los interminables laberintos de la memoria y trataba de relacionar los eventos a mi alrededor de esa época en la que felizmente me pasaba el día sentado viendo hacia un horizonte, con la típica mueca de ilusión por ver llegar a un alguien –por cierto, que no sé exactamente qué alguien- con un paquete de golosinas (el gran tesoro de los niños). En fin, eran muchos detalles que no creo sea prudente traer a este momento donde pienso comenzar a narrar los verdaderamente importantes. Bajé unas escaleras grises, el viento soplaba de arriba abajo y yo simplemente seguía descendiendo –sabe Dios que pensé que así era, ingenuamente, el camino al infierno- con la mejor intención de llegar prontamente. ¡Vaya que hacía frío!

Por fin llegué al suelo y sentí la inquieta sensación de mirar hacia las escaleras, con la más sana y pura idea de burlarme de ellas –ahora que lo pienso no es nada sano burlarse de algo que es insensible- haciendo alarde del gran logro, que fue para mí, el bajar sin tropezar. Me sentí demasiado estúpido al tener un pensamiento tan absurdo, así que no lo hice y decidí no voltear. El punto hasta aquí es que estaba abajo, como cualquier otro día dentro de esos tiránicos 365 días que rigen nuestro calendario, laboral o académico, bien termina por ser tedioso, respiré un poco con cara de satisfacción obligatoria –así como cuando se encuentra a alguien en la calle que realmente desearías no tener la molestia franca de encontrar- y cerré los ojos. Como si se tratase de un impacto de avalancha, sentí a todo el gentío, de aquellos que poco les importa que estés ahí, terminan por empujarte, me azotaron hacia todos lados. Unos cuantos, de esos que parece que no tienen nada mejor que decir, susurraron de forma agresiva palabras incómodas hacia mi persona. Quisiera haber estado más cansado en ese momento, porque así no hubiera sentido la impotencia de querer decir algo más bondadoso de lo que dije. ¡Soy un cobarde!

Caminé, apretado como una sardina (esa comparación es tan burda pero por alguna extraña razón la sigo usando), entre monigotes y mujeres, entre viejos y jóvenes, entre cosas e intento de cosas. Recibí el bolsazo de una mujer robusta, no sé si habrá sido realmente su bolsa o alguno de esos brazos que daban idea de ser alas, y quedé atontado. Poco tiempo duró la confusión de tan certero golpe hasta que olí –a veces lamento tener buen olfato- el maravilloso, por no decir alguna obscenidad, aliento de un hombre desalmado, de ese tipo de individuos que encuentra fascinante comer tortas rellenas de cebolla en un lugar con tan poca ventilación. Quedé más mareado, aunque esta vez con un poco de hastío, y seguí caminando hasta que por fin llegué a los límites del que anda. Esperé y esperé, el encuentro no se daba, canté entre recuerdos una canción popular que, aunque consideraba que era realmente estúpida, era brutalmente pegajosa (claro que la cantaba en la mente, no quisiera ser el payaso para estos sujetos). Por fin se dio la presentación tan esperada por mí, di un paso seguro –sin darme cuenta que alguien metía su mano a mi bolsillo- y atravesé hacia un frente nuevo, algo más estrecho y todavía más complicado. ¡Sé que existe un Dios, porque es ese Dios me odia!

Encontré un rincón bastante apropiado para mí, aislado de los demás que habían apresurado su andar junto al mío –pareciera que realmente les importaba hacer algo así de decidido- pero que tenían en mente otro tipo de planes (qué clase de planes lo dudo, pero seguramente eran planes, bueno…eso espero). Fue en ese momento, pasados unos cuantos minutos, que me di cuenta que me sentía ligero de un costado, así que como un niño nervioso (como ese mocoso que iba y venía hasta que descubrió de mala forma la gravedad al caerse precipitadamente al suelo), deslicé mi mano en el bolsillo izquierdo… ¡Mi cartera! –grité alarmado- cosa que hizo que los demás me vieran con caras de “ah pobre baboso” (por no caer en mayores vulgaridades). Algo que me sorprende es que pensé que alguno de ellos se comparecería de mí y me daría unas palabras de aliento o quizá algunas palabras poco afortunadas de coraje contra el malhechor que ocasionó mi pérdida, sin embargo, no fue así –cosa que realmente no me extrañó- y solamente les miré con frialdad y desconfianza (pensé inmediatamente que el responsable podría estar entre ellos). Ya aceptado el hecho que no tenía la billetera conmigo, seguí parado como un títere colgado, crucé los brazos y puse una mueca como de desagrado. ¡Ojalá yo pudiera creer que daba una sensación de miedo a los otros!

El tiempo transcurría lentamente, en verdad muy lento, así como cuando se va a la casa de un ajeno y realmente no disfrutas la convivencia y miras el reloj esperando con ilusiones de niño que ya haya pasado tiempo, sin embargo, ni 5 minutos han transcurrido (en verdad pienso que Dios se divierte con mi sufrir). Comenzaba a hacer calor, eso debido a ese cobijo natural de tanta humanidad metida en un frasco de pequeñas proporciones. Me quité la bufanda que más bien parecía un trapo mojado, eso por el sudor de mi caliente cuello, y la guardé en mi mochila de viaje. Aun tenía calor. Una brisa de aire fresco (si puedo decir que era aire y que era fresco) azotó mi rostro por un rato razonable, me refrescó al menos lo suficiente para soportar un tiempo más. Entonces fue cuando la vi. Una mujer sencillamente anti estética del lugar, era bella, qué digo bella ¡hermosa!, era de ese tipo de mujeres –que qué bueno que existan- que por lo general con simplemente verlas puedes imaginar un gran número de cosas (no necesariamente pecaminosas como ciertos personajes harían) sin atinar en ninguna ocasión a lo real. Esos ojos eran cautivadores a tal extremo que los hombres a mi alrededor –que ya de por sí les hago un favor al decirles hombres- quedaban embobados al contemplarlos. Un cuerpo en verdad comparable a una deidad de la perfección. No puedo continuar detallando porque es probable, dentro de este mundo de oportunidades, que algún niño lea esto y después se haga una mala imagen de mí.

Quedé cautivado (así como cuando uno observa demasiado algo tratando de encontrar algún mínimo error pero con un fracaso prometedor), era una mujer como pocas y como muchas, pero el punto es que estaba allí, delante de mí, coqueteando a todo aquél que la mirara. Ahora entiendo a los hombres de la literatura. ¡Pobres!

Por alguna extraña razón que hasta el momento no logro entender –quizá porque realmente no me importa entenderla- la mujer se acercó a mí, con aires de grandeza en esos diminutos pasos que sus delicados pies le permitían. Todo el ruido se fue por un instante –sí lo sé, parezco quinceañera apasionada- y mi ser se encogió de los nervios. ¡Caminaba hacia mí y todavía mejor, solamente me veía a mí! En ese momento sentí cómo se alineaban los planetas, ésta era la hora de la verdad…lástima que me quedé mudo, por zoquete, y no pude ni siquiera contestarle cuando únicamente me pidió la hora. ¡Idiota! Tenía que ser un tartamudo nervioso por las mujeres –yo realmente no tengo perdón- . Al ver que todo mi cuerpo temblaba y que me ponía colorado como la salsa cátsup, soltó una risa coqueta y dijo: Ay qué lindo…ternurita. Y así fue como de una forma demasiado sensual, se dio la vuelta, y desapareció entre un mar de gente. Se cerraron las puertas…y no digo las puertas de una posible relación, porque ni soy la gran cosa (es decir no soy un galán de telenovela) ni mucho menos alguien que se diga interesante, no, me refiero a las puertas del metro.

Como pude avancé hasta esas frías y sudorosas puertas de cristal esperando poder encontrarla, sin embargo, como si se tratase de un mal chiste hacia mi persona, mis ojos encontraron dos cosas terribles. La primera es que pude ver a tan bella mujer…sí… ¡guardándose mi cartera en su bolsa! –condenada mujer, por bella y yo baboso, se llevó mi quincena- y todavía peor, el letrero más grosero que alguna vez me haya tenido que retorcer para ver. El letrero en cuestión me indicaba también dos cosas, la primera, no era la estación en la que me tenía que bajar y más fatídica la otra realidad, al estar bobeando (como buen hombre que se distrae por cualquier cosa), tomé el metro hacia la dirección contraria. ¡Joder! Tenía que volver por el mismo martirio una vez más y ahora sería el doble…ni hablar…un momento… ¿Y mi mochila?


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