¿Gustan una taza de Nescafé?

 

Por Héctor Chávez Pérez

@HCHP

 

Si beber es la mejor forma de ser feliz, que así sea. El día comienza de forma simple y demasiado común. El timbre de la puerta suena, rompiendo de ese modo el feudo del tiránico silencio en mi departamento. Son las 10 de la mañana y yo sigo en pijama. Sigo recostado, me confieso algo perezoso este día. Vuelve a sonar el timbre. Con trabajo, logro sentarme al borde de la cama; mis ojos siguen cerrados y mi cuerpo parece que no se conoce a sí mismo. Mi pie busca en el suelo las pantuflas que ayudó a remover la noche anterior. Bostezo y así como si nada hago sonidos extraños con la boca. Vuelve a sonar el timbre y yo sigo sentado. El tiempo pasa lento o rápido, quién sabe, pero en verdad pasa. Mi cuerpo me exige que me estire, así como mi cuello a que lo mueva con esfuerzo. La cabeza la tengo despeinada y en el interior casi ida. No hay ideas, sólo un despertar prolongado. ¿Qué pasó ayer?

Al parecer, la insistencia del timbre se ha calmado. Mi pereza venció con creces al visitante no atendido. Ya son las 10:30 y apenas me estoy levantando. Si el cansancio llegase a ser pecado, quizá ya estaría ardiendo condenado, suerte que solamente es un momento en la existencia donde todo está permitido, menos hacerlo. Me pongo la bata, pues el frío me cala desde temprano. Volteo y veo mi cama: solamente hay una silueta marcada en el colchón. Es lamentable ver el otro extremo casi intacto. O quizá no. Voy al baño. Me miro en el espejo y entre lagañas y confusiones, me veo cada día que pasa más viejo y acabado. Mi pelo expresa la genialidad de un loco, pero solamente es un «almohadazo». El aliento me delata que he bebido lo suficiente para olvidar pero lo poco para seguir recordando. No, no tengo nada malo que olvidar, solamente que a veces me gusta decir eso para sentirme especial o como cualquier otro. Qué laberinto de sentimientos, para mí, he edificado.

Me enjuago la cara con agua fría. Poco a poco el sentido del día empieza a darse a conocer, es lunes y yo comenzando lento. Una vez concluido el rito temprano de la estética merecida, atiendo pronto a la inquietud de vestir mi desnudez, aunque realmente sigo envuelto entre una bata azul y una pijama de los Beatles. El cuarto y la vida dentro de él, es un drama que cualquiera experimenta pero no cualquiera se llega a creer. Son las 11 y solamente Dios sabe que nunca me he tardado tanto en estar listo. ¿Tengo que hacer algo importante este día? Claro, vivirlo. Me visto con lo primero que encuentro; unos pantalones negros, una camisa gris y una chamarra de piel negra. Pareciera que me alisto para un velorio, pero realmente solamente pretendo desayunar o, dado el caso, almorzar. ¿Qué haré después? Esa es una buena pregunta para que sea formulada por alguien a quien realmente le importa. Mi vida transcurre como debe y yo simplemente me adapto a ello.

Una vez arreglado, levanto el cuarto, quitando toda evidencia que diera la oportunidad a cualquiera para saber que una persona despreocupada lo utiliza. Yo no era así cuando era joven, pero la vida y el tiempo se han puesto de acuerdo en hacer esta realidad una nueva constante. Me dirijo a la cocina, huele a limpio, algo fresco. Si no fuera porque tengo a una excelente empleada doméstica, mi departamento sería un caos. Al llegar, me encuentro con una nota sujetada por un imán en el refrigerador. «Salí a comprar la despensa». Es lo único que dice. ¿Dónde quedaron los buenos modales, el «buenos días», el «espero hayas dormido bien», el «que tengas bonito día»? Bueno, a decir verdad, no lo espero nunca de esta mujer, es fría y a veces me atrevo a pensar que es una gárgola que por alguna extraña razón o por una broma demasiado cruel de Dios, toma vida para atenderme, a regañadientes, por las mañanas y por la noche regresa al santuario nocturno entre las sombras del olvido. Sí, sé que soy algo cruel al verla así, pero, ¡caray!, la gente se empeña en dar razones de más para verles de forma despectiva. Ya sé que cualquiera que me esté leyendo, se hace una larga lista de ideas negativas sobre mi persona. No me odien, solamente soy muy expresivo.

Bueno, regresando a la cocina, la realidad me trata de la peor forma posible. El hecho de que esta mujer, que creo que se llama María (sí, el estereotipo clásico de nombre de ama de llaves latina), haya salido por la despensa, me deja pobre y recortado de posibilidades para hacerme un buen desayuno. No hay jamón, ni pan, ni huevos, ni leche; solamente quedan vestigios de la comida de ayer, y si soy franco conmigo mismo y sé que lo soy, no comería de nueva cuenta ese intento de ensalada de atún. Aunque me encanta, me llega a desagradar. Ni hablar, quizá la mejor postura que puedo asumir es imitar el estilo de desayuno americano: unos wafles, miel y un buen café. Ni uno ni otro, al parecer no hay alimento y del café solamente queda el frasco vacío. Y vuelve a sonar el timbre.

Mi primer reacción fue negativa, y cómo no, ya comenzaban a atormentar mi mañana tranquila con esa insana idea de hacerme partícipe de algo que, conociendo a la gente que trato, seguramente me importará muy poco. Mal humorado y sin haber desayunado, atendí la puerta. Se trataba del insoportable portero del edificio, el nada carismático (aunque él crea que sí lo es) del Sr. Genaro. Este tipo, de estatura digna de un enano de Tolkien, con la extraña costumbre de reírse de cualquier cosa y la terca manía de hacernos partícipes de su «maravillosa» vida, era quizá el primer dolor de cabeza ocasionado por otro humano a mi persona. Para no perder la costumbre, comenzó a hablarme de forma emotiva, diciéndome que si esto y que si aquello, regresando a cosas del ayer y comenzando a amenazarme con cosas del mañana. Yo, como buen hombre, pudoroso y piadoso, le insistí que fuera al grano e irónicamente, su fin tenía que ver con granos. A parecer, me habían mandando una caja desde Colombia, la cual, no, no contenía ninguna droga ilegal (cosa que me entristeció), sino aquel formidable milagro gastronómico que da «vida» y entusiasmo a las personas por la mañana, por la tarde y en ocasiones, por la noche. Se trataba de café en grano de una marca que, para mí, decía demasiado y a su vez nada nuevo: ¡Buenos días!

Apenas me entregó la caja, cerré cuanto antes la puerta, dejando a ese ayudante de san Nicolás, con la palabra al viento. Sí, Genero es de esas personas molestas que no entienden que sus historias, sus relatos, sus chistes de primaria y sus anécdotas tomadas de cualquier periódico, no son en sí nada relevantes para la existencia de los demás. En fin. Dejé la caja de un lado de la mesa del la cocina. Regresé a mi estudio y me dispuse a leer un texto que, mi querido hermano, el favorito de los hermanos por el simple hecho de ser un gran sacerdote, me mandó para tratar, quizá en vano, de traerme de nueva cuenta a la fe. Lo que él y los demás en mi familia no entienden es que no abandoné nunca la fe, simplemente me convencí de que debe ser todavía más personal y no andar de santurrón, dándome golpes de pecho en la iglesia, cantando con una actitud tan devota canciones hermosas y al salir, comportarme como la peor clase de humano con las personas que se acercan a pedirme algo de ayuda. Quizá sea un mal creyente por las cosas humanas que desprecio, pero al menos no me ando con el tradicional juego de máscaras de los fieles. No tengo problema alguno con la Iglesia. El texto en cuestión, trata de la historia de conversión de san Agustín. Mi hermano, desde los 18, se fue al seminario agustino y desde entonces, ahora a sus 43, sigue pensando que su labor o mejor dicho, misión divina, es ayudar a su hermanito a que su alma no se queme por la eternidad. Acepto que él es un gran sacerdote, el más humano que conozco, y no lo digo por tener lazo de sangre con él, en verdad siempre ha sido un ejemplo de aquel gran valor cristiano sobre el amor. Pero bueno, no por ser casi un santo significa que me entienda mucho con él.

Pasaron unas horas y el hambre comenzaba a hacer estrago en mí, el dolor de cabeza se hizo presente y la desesperación me abordó. Escuché entonces el abrir de la puerta, por lo que me apresuré a ver si ya traían los alimentos tan esperados. Y sí, ya estaba todo listo, pero nada preparado. Arremetí contra una caja de galletas y opté por prepararme un café colombiano. No había de otra y las palabras de la infancia resonaron con toda intensidad: o lo tomas o lo dejas. Así, cómo negarse. Me regresé entonces a la soledad de mi cuarto, ya que el estudio estaba siendo invadido por María para limpiarlo. Creo que esta mujer no entiende de mi necesidad de refugiarme entre mis notas y mis libros, por lo que asumo que hace todo lo posible, a propósito, para fastidiarme y evitar que me vuelva un ermitaño, ya de por sí algo amargado. La odio, pero al mismo tiempo, le aprecio.

En menos de lo que pude imaginar, la caja de galletas se vació por completo y el café seguía intacto. He de confesar que desde niño encuentro fascinante el mundo de las galletas, desde las de animalitos hasta las maravillosas galletas con chispas de chocolate (¡Que Dios bendiga al ocurrente responsable de estas últimas!). Algo triste por haber sentenciado a tantas galletas a mi estómago, me dispuse a intentar degustar el café, que como buen conocedor del mismo, en ningún momento atentaría contra su esencia al ponerle azúcar o crema o cualquier cosa que la sociedad de hoy en día le pone a este regalo divino. Mi padre, cuando era yo era niño, recuerdo que me decía con una voz autoritaria: Hijo mío, el día que atentes contra la esencia del café, no te atrevas a quejarte de nada en el mundo. Mi querido padre, cuánta razón tenía. Así que por eso me doy el lujo de andar quejándome de todo hasta de mí mismo. Apenas di el primer sorbo a la taza, el mundo quedó aparte de mí y yo de él. ¿Qué extraño y exótico sabor yacía en mi boca, yendo y viniendo sin consideración alguna? ¡Era maravilloso! Con un sabor así, entiendo ahora el porqué de la marca. ¡Empezar con un sabor tan agradable el día lo demás importa poco!

Durante semanas, disfruté de muchas tazas de ese café tan espléndido. Ya mi maldito carácter y mis posturas antisociales se habían esfumado por completo. Fui más productivo, tanto así que en mi trabajo fui realmente el mejor y ser el mejor, en un ambiente tan deshumanizado, significa saber hacer las cosas con gusto y siempre con una sonrisa en el rostro. Se hace más regalando sonrisas que regalando miradas largas. Eso me consta. En todo caso, creo que desde que el Sr. Genaro trajo a mí aquella caja, mi vida cambió radicalmente. No creo en las coincidencias, pero de alguna manera, algo tiene que estar sucediendo. Y siguieron pasando los días.

Las últimas cucharadas de café. Al fin, el fin llegó. Ni hablar, son de esas cosas que realmente resultan inevitables y, también, de esas cosas que no te queda más que aceptar con una sonrisa forzada. Lo increíble fue que el café me durara tanto tiempo, digo, es que en verdad me volví en un adicto a su sabor, a su aroma, a su cálido beso en mis labios por la mañana. Ni siquiera le di a María, fue un gusto muy mío y que por muy egoísta que me tachen, jamás hubiera compartido con nadie. Pasaron unas semanas y escuché mucho alboroto fuera del departamento. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí comprometido con el chisme y salí a averiguar de qué se trataba, claro, con el pretexto de buscar el periódico en mi puerta (cosa que de ningún modo podría servir realmente pues no estoy suscrito a ningún periódico). Fue entonces cuando constante que tenía nuevos vecinos.

En el departamento 14, justo enfrente al mío, tiempo atrás vivía un hombre muy extraño. Creo que era judío o algo por el estilo, pues su nombre y su idioma era muy exótico. Se llamaba Diokor o algo así. Su apellido, hasta le fecha, me cuesta mucho pronunciarlo y más escribirlo. Ese hombre tan extraño, creo que era más huraño que yo; siempre vestido con ropas oscuras y acompañado de un gato ciego. Un día, la muerte tocó a su puerta y su despedida de este mundo fue quizá la más solitaria, pues nadie acudió a visitarle en su velorio. Yo sí fui, no porque hayamos sido amigos ni mucho menos, es que realmente no puedo entender la soledad bajo ninguna circunstancia. Bueno, eso es lo más relevante sobre aquel anciano. Ahora bien, los que se estaban mudando o mejor dicho, las que lo estaban haciendo, eran unas jovencitas, de muy buen ver, de origen sudamericano. ¿Que cómo sabía que eran sudamericanas? Bueno, hay de acentos a acentos y el que tenían al hablar en definitiva no era conocido por estas zonas.

Francamente no les di mucha importancia. Apenas me acababa de meter, cuando llamaron a mi puerta. Miré por el ojillo y gratamente descubrí que se trataba de una de ellas. Intenté peinarme y arreglarme un poco, inspeccioné mi aliento y abroché bien mi bata antes de abrir la puerta. Entonces abrí. Si de lejos se veía hermosa, de cerca, creo que no hay una palabra en ninguna lengua que se aproxime a esa realidad estética.

-¿Sí? ¿En qué puedo ayudarte?- pregunté algo nervioso.

-¡Qué tal! Mi nombre es Clara y soy tu nueva vecina.- contestó en forma emotiva.

-Claro, claro (claro qué, baboso, di algo mejor)- y no pude decir algo mejor.

-Disculpa que te moleste, pero, fíjate que mi hermana, Vanessa, y yo, recién acabamos de llegar de Colombia. Pero ha pasado algo con nuestras pertenencias. Hace un buen tiempo, mandamos previamente una enorme caja que contenía café colombiano, y al parecer la caja, al llegar, fue dada a otro vecino del edificio por error. ¿Sabrás algo de ello?

No puedo ni explicar la pena que me recorrió por todo el cuerpo. ¡Maldito Genaro! Me había metido en un problema con estas hermosas chicas y todo por su ridícula alegría embrutecedora. ¿Qué hago ahora?

-¡Caray! Lamento que les haya sucedido algo así. Pero han de entender al pobre (tonto) de Genaro, ya cuenta con una edad avanzada y puede que eso le haya hecho entregar la caja de ustedes a alguien más, ¿no les ha comentando nada sobre ello?- pregunté con algo de miedo y pena.

-Ya le preguntó mi hermana sobre ello y el pobre viejito no recuerda nada. Se ha lamentado mucho por ello y no deja de pedirnos perdón. Pobre hombre, pero le hemos dicho hasta el cansancio que no pasa nada…- al parecer estaba agobiada por la pena del Sr. Genaro.

Bueno, pues, ¿qué haría un caballero como yo, con dos vecinas (preciosas) colombianas, nuevas en el país, sin conocer a nadie? Creo que era más que obvio lo que estaba obligado a hacer.

-Bueno, quizá no sea lo mismo, pero…¿Gustan una taza de Nescafé?

3 comentarios en “¿Gustan una taza de Nescafé?

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  2. En particular, a mi me gustan las narraciones donde los personajes principales se convierten en narradores y exhiben reflexiones que van teniendo durante el relato. Quitando eso, la verdad es que no me ha gustado del todo el cuento. Lo encuentro muy simple de fondo, y sin algún objetivo claro al que llegar, exhibiendo al final una extraña (y ya choteada) coincidencia donde acabas de una forma u otra con chavas súper guapas. Te soy sincero, cuando leí esa parte mi primera expresión fue de: «mmm la misma historia de siempre» y creo que al texto le falta conjunción, por ejemplo justificar en la historia la presencia de María. Sin ella ahí, todo habría pasado aparentemente de la misma forma.

    • Te entiendo perfectamente. La respuesta a ello se da por un patrón que he seguido, yendo justo con lo de «cosas que pasan pero no pasan y cosas que no pasan pero pasan.» De ahí se da lo de la casualidad, en forma tal que parece una enfermiza historia digna de telenovela. En cuanto al personaje de María, sí, de hecho opino lo mismo que tú. De una manera sentí la necesidad de mencionarla, pero como bien dices, no afecta en nada su existencia. Tomaré nota para la siguiente. Muchas gracias por tu comentario.

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